domingo, 16 de noviembre de 2008

La miserable condicion Humana

Amigos míos. La siguiente es una lectura un poco larga, pero vale la pena. No se pierdan las fotos:

http://www.xlsemanal.com/web/articulo.php?id=36757&id_edicion=3627

jueves, 30 de octubre de 2008

Crónicas de un carro público (1)







Foto: Ricardo Henández

Yo cuando ando en carro público me siento una persona exclusiva. Soy consciente de que formo parte de un mundo al que no tienen acceso los que van y vienen por la vida en carros privados, con aire acondicionado y espacio de sobra.

En ese apretujado y exclusivo mundo me pongo en contacto con gente llena de sabiduría e ignorancia, bondad y tigueraje, prédicas y obscenidades.

A pesar de que me jode mucho el calor, las señoras gordas sobre mis piernas, el tipo que detalla toda su vida y su agenda mientras habla por el celular, los asientos rotos y los techos destartalados de estos artefactos que Tony Almont bautizó como “biónicos”(1) en el disco Sueños y pesadillas del tercer mundo”, de la desaparecida banda Toque Profundo, pienso que echaré de menos todas esas calamidades y lo que viene con ellas el día que me compre un carro.

Hace un par de días, mientras iba hacia mi casa en un “cochazo” de esos que tienen el piso agujereado, a través del cual se puede ver el asfalto desplazándose a alta velocidad bajo los pies, me senté al lado de un anciano bien vestido, con ropa impecablemente limpia, sombrero ajustado y mirada apacible.

Era uno de esos tipos que nunca te encuentras en un carro público. Se le veía por encima de la ropa que no pertenecía a ese mundo.

-Si llego a esa edad que sea así, pensé.

-Buenos días, dije y él me respondió con muchísima amabilidad, como si fuera mi anfitrión y yo un invitado suyo al que estaba esperando.

Como regla general e invariable no participo de las tertulias improvisadas en carros públicos sobre política, pelota, Obama, Irak o lo que sea, porque prefiero solo escuchar y aprender lo que la calle y sus seres tienen que enseñarme. Pero esta vez rompí mi propia regla y le di seguimiento a la conversación que el señor acababa de iniciar con un: Caramba!

-¡Tremendo calor!, respondí para entrar en ambiente.

-Sí. Me dijo él.

-Yo no sé cómo ustedes aguantan esto. ‘Toy loco por llegar a Cotuí.

El “driver”(2) del carro, un tipo enorme que conducía encorvado y cuya barriga apenas cabía entre el volante y él mismo, soltó una carcajada grosera.

-Pero amigo, dijo el osado conductor, -aquí es que se hacen los cheques.

El anciano soltó un suspiro más significativo que un discurso completo.

Entonces entendí. El pobre hombre, se sentía perdido en ese mundo de asfalto, ruido, calor, Amets, tapones, carros destartalados y choferes mal educados.

-Lo entiendo señor, dije tratando de compensar lo que yo consideraba, dadas las circunstancias en que nos encontrábamos, un comentario de mal gusto.

-Mire, señaló el abuelo, yo vengo a la Capital cuando no tengo más remedio. Yo no aguanto esto.

Eso me hizo pensar en lo incómodo que me sentía a finales de 1997 cuando regresé a Santo Domingo, después de haberme pasado casi dos años de “vacaciones”(3) en Puerto Plata. No comprendo cómo se puede sentír cierto amor provinciano por una ciudad caótica hasta los tuétanos. Esa vez estuve varias semanas deprimido, hasta que me acostumbré de nuevo al ruido, al smog, a los tapones del puente de Villa Mella y de la Lincoln con 27.

El señor del “concho” era ajeno a todo eso. Hizo una mueca llena de indiferencia, se notaba cansado, como quien ha recorrido demasiados kilómetros.

No tuve mucho tiempo para seguir hablando con mi anfitrión, pues se acercaba mi parada.

Salí del carro pensando en lo mismo que pensaba mientras entraba: “Si llego a esa edad que sea así, pero sin tener que tomar carros públicos”.


(1) La canción se llama “Bolero del biónico: y dice así:
Cogí un carro público en la Duarte con París
No cerraba la puerta había que ponerle un clip
Con la ventana abierta, pues no tenía cristal
Empezó el aguacero y me comencé a mojar

Le pasé cinco pesos y no me devolvió
Me dijo no hay menudo y la devuelta me tumbó
Qué biónico tan sucio en el que me subí
El chófer tenía grajo y me lo pegó a mí

Chófer al paso, que yo me quedo aquí
Viejo saca la mano que me voy a parar ahí
El carro se para, me voy a desmontar
Pero antes de apearme comienza a arrancar

Lo más emocionante, lo que más me impresionó
Le dio 6 vuelta al guía, y el carro no doblo viejo
Llegué dónde mi Jeva, con mi looking de GQ
Y no me daba cuenta que un spring rompió mi flú

Chófer al paso, que yo me quedo aquí
(Viejo saca la mano que me voy a parar ahí
y no me “etralle” la puerta
Cuidao’ con la banderita)
El carro se para, me voy a desmontar
Pero antes de apearme comienza a arrancar

Un, dos, un dos tres cuatro:

Cogí un carro público en la Duarte con París
A veces me arrepiento de vivir en mi país.

(Chofer, hasta la privada. Viejo, son tre pasaje. No ombe)


(2) Diríjase así a un conductor que tiene pinta de fresco. Así usted mantendrá distancia y le dejará saber que tiene tanto tigueraje como él.

(3) Realmente estaba trabajando, pero adoro esa ciudad, el océano Atlántico, comer frente a Neptuno, Hemingway’s café y sus conciertos en vivo cuatro veces a la semana y la media luna de Cabarete. Así que sí fueron vacaciones.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Greta



En esta foto de Matthew Fearn, del 18 de marzo de 2003, Laura Saksena de 16 años procedente de Beckenham, protesta frente al Palacio de Westminster en Londres, mientras en la Cámara de los Comunes se debatía la posibilidad de ir a la guerra contra Irak.













No puedo evitar sentir espasmos musculares al recordar a Greta. Hoy ella se mueve en mis pensamientos, en lo que me resta de memoria y lo hace de manera lenta y tortuosa, como para no dejarme olvidar.

Sus imágenes me llegan de golpe esta noche, entremezclándose con esta falta de sueño irremediable y este exceso de lluvia que agrega a mi lista de pensamientos refugios, hacinamiento y gente mojada de agua y de desesperanza.

Greta era joven, demasiado joven, siempre se preocupaba por los pobres y presumía de irse a otros lugares; Le encantaba tomar anis y soñar despierta… cómo hija de un funcionario del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados disponía de un pasaporte y dólares suficientes para pasearse por Manhattan, París, Mónaco, Milán… pero lo que a ella le llenaba de brillo los grandes ojos color café, era describirme las aventuras que viviría en Nicosia, Aman, Rumania, Managua, Astana, Dodoma… Nombres de lugares que en su mayoría yo no imaginaba que existían. Quería ser voluntaria, trabajar con niños huérfanos y desplazados, disfrutar de los paisajes, conocer culturas…

Recordar a Greta es como recordar un mapa. Los mapas siempre me fascinaron porque en ellos todo es seguro. Podía saber hasta cual lejano punto me llevaría cada línea roja con solo pasar mis dedos sobre ella. Por eso quizás Greta era como un mapa para mí. Porque ella siempre sabía adónde quería ir.

En los primeros meses de 1991 Greta dejó Santo Domingo con destino a Francia. Intercambiamos decenas de cartas en los próximos dos años, en las que siempre me urgía a dejar la isla: “Es necesario, tienes que ver el mundo”, me decía. Después las cartas fueron menguando y llegó un momento en que no volví a saber de ella.

Un día como hoy, hace un año recibí una llamada. Era Olivier, un fotógrafo español loco y trotamundos, compañero de viajes y aventuras de Greta. Se habían conocido en Etiopía mientras ambos trabajaban como voluntarios para el Acnur.

Olivier me contó que Greta había sido tomada como rehén en una emboscada mientras iba en un convoy desde Debre Zeyt a la capital etíope y que había sido herida de gravedad durante el rescate, muriendo al día siguiente en un hospital en Adis Abeba.

Greta llevaba muerta diez meses, cuando supe la noticia…

Un día como hoy, cuando recibí esa llamada sentí aquel vacío inmenso, más grande de lo habitual y una tristeza extraña. En cuanto a este tema no se acumula experiencias. Ya lo dije una vez, he perdido muchos seres queridos, pero siempre es igual. Con cada uno vuelves al principio, como si no te hubiese pasado nunca.

Hoy me doy cuenta que con el paso del tiempo y la llegada de los hijos, uno se hace débil, susceptible, vulnerable.

Con un mapa en una mano y un trago de anís en la otra, esta noche recuerdo a Greta.

martes, 7 de octubre de 2008

Carta a mi amigo Yoni



…y la comparto con ustedes

Estimado amigo, en tu Blog encontré un excelente artículo titulado: “Una Mirada que nos invita a hacer algo” y trata sobre un tema bastante sensible como lo es la niñez y la pobreza.

Eso me recuerda a Arturo Pérez Reverte cuando se refiere a los niños, al horror y a las guerras en "Territorio Comanche": “En la Guerra, los ojos de un animal herido son idénticos a los de un niño, porque mira a los hombres como el chiquillo mira a los adultos: reprochándoles un dolor que siente y cuya causa no comprende… Todos los ojos de todos los niños de todas las guerras son una recriminación sin palabras al mundo de los adultos…

Pero de tu gran artículo lo que más me llegó fue cuando hiciste la descripción del río y su entorno.

Al leer sobre el río que añoras, ese que era caudaloso y lleno de vida y que ahora discurre tímidamente y yace agonizante como quien ha recibido varios disparos a quemarropa, me inunda una nostalgia inmensa, como me suele pasar cada vez que pienso en el Río. El grandioso río de mi infancia y de gran parte de mi adolescencia: El Isabela.

Ahora suelo obsevarlo desde la distancia y no olvido cómo empezó a morir. Primero fue la Cementera, la que empezó a tragarse sus cristalinas aguas, luego el hacinamiento de miles de casuchas y sus habitantes, que por no tenerle cariño al río, a ese caudal que les daba la vida, lo escupieron de basura y excremento. Yo disfrutaba de mi río muy lejos de donde sucedían estas calamidades. Allá a la altura de Jacagua, entre la Isabela y Arroyo Manzano. Tardó poco tiempo en llegar a la alcadía de Santo Domingo, un síndicio al que cada sábado insultaba en mis pensamientos. Este trasladó a menos de un kilómetro lo que sobraba de una ciudad siempre caótica y sin pudor. Otra vez el río servía de estercolero. Recuerdo al muy sinverguenza edil de entonces decir a bocallena: “El río no sera afectado”. También hubo mataderos y aserraderos. No recuerdo si fue en este orden que sucedió todo, pero sé que el vertedero de Duquesa le dio la estocada final a mi Río, que una vez fue caudaloso y cristalino, límpio, potable, majestuoso.

Cuánto lo hecho de menos, cuánto lo extraño.
Un abrazo amigo.

Poco tiempo después, Yoni Cruz publicó: "Masipedro... ahora solo quedan macos" un retrato extraordinario de sus vivencias en torno al río Masipedro en Bonao y el cual les recomiendo:

http://yonicruz.wordpress.com/2008/07/19/masipredro…-ahora-solo-quedan-macos/

martes, 26 de agosto de 2008

El Barrio


A veces me gusta llamarle “downtown” para mis adentros. Y sonrío. Para algunos, los que se fueron a otras urbes o se movieron de sector amén de sus lujosas jeepetas y gracias a las remesas, seguirá siendo el barrio. Solo el barrio, sin pretenciones, sin adulaciones.

Sin importar cómo le llamen, hoy experimenté el barrio a medias. Pero por lo menos lo experimenté. Hubiera querido experimentarlo como antes, cuando me era fácil mezclarme con la gente y el ruido y hablar de cualquier cosa con los vagos de siempre, jugar dominó y tomar de la botella. Era un rito poco habitual pero frecuente. Hoy algo ha cambiado en mí, que me hace ser un extraño.

Entre temor y desconfianza y motivado por las escasas monedas en mis bolsillos me aventuré a pie por las venas de uno de los sectores capitalinos más vibrante y auténtico: la parte que comprende la frontera entre Villa María y el Barrio Mejoramiento Social, para terminar en Villa Francisca.

Entre el bullicio de la tarde y el benébolo clima que se ha tornado fresco y agradable debido a nubes lluviosas que cubren el cielo, inicié esta aventura en la calle Duarte arriba, como le llaman a esta parte. Cerca del otrora glorioso Liceo Juan Pablo Duarte. Con mi propósito de ir siempre hacia el sur, primero tomé la calle Osvaldo Basil, luego la José Martí y por ella atravesé la Federico Velázquez, la Juan Evangelista Jiménez, la Manuela Diez y luego la doctor Betances hasta quedarme sin calles. Allí sentí el corazón acelerarse, pues tenía que optar por devolverme, o tomar un camino tipo sendero, como los que recorría cuando estaba de vacaciones en el campo. Mi otra alternativa era preguntar cómo llegar hasta la avenida México, la cual seguramente se encontraba a escasos metros según mis instintos de orientación, a alguno de los parroquianos que miraban con cierto recelo a este extraño que invadía su territorio.

La mejor opción para alguien que prefiere aventurarse, pero que goza de escasos momentos para hacerlo, fue por supuesto seguir aquel sendero: callejones, edificios solitarios y al final una enorme pared con vejas que dividían la magnánima avenida México de los osados peatones, siempre dispuestos a arriesgar la vida sin inmutarse al cruzar calles y avenidas por lugares inapropiados.

Como en mi cabeza galopaba la idea de experimentar lo inusual sin llegar a hacer parkour, ni mucho menos, llegué a la avenida México, dando un salto de más o menos 10 metros hacia abajo, evadiendo caminar más de la cuenta y cruzar por la calle Duarte como lo hubiera hecho cualquier otro día. Pero no hoy, claro que no. Fue emocionante saltar por la altura y por aquello de “lo prohibido sabe distinto”.

Fue entonces cuando empecé a pensar en la parte del barrio que había recorrido y que ahora debaja atrás mientras me internaba en San Miguel en ruta hacia la zona colonial. Rememoré todas las cosas que casi había olvidado.

Hace veinte años que atravesaba María Auxiliadora, Bameso, Villa María, El Luperón, Villas Agrícolas. A veces me detenía donde mis amigos Roberto y Amauris en el 24 de Abril y Simón Bolivar respectivamente. Otras veces recorría las calles de Villa Francisca, San Carlos, San Miguel y San Lázaro en ruta hacia las casas de mis amigos Humberto, Robert, Orlando y Miguel Ángel. Rutas de a pie. Rutas inolvidables.

Aunque parezca increíble estos recorridos eran parte del enlace entre Villa Mella y María Auxiliadora, mis dos destinos finales. Mi casa y mi otra casa: ITESA.

En estos trayectos el barrio siempre me impresionó. Siempre me sentía parte de todo aquello. De la gente. El barrio siempre lleno de carencias y de virtudes. El barrio con sus necesidades, su falta de agua, la maraña de alambres de electricidad, la falta eterna de la misma, los galones de agua apiñados en una especie de fila, amontonados, esperando a ser llenados por unas llaves de agua que a veces sólo tenían telarañas. El colmado, los pantalones cortos de niñas explosivas, las cervezas, el ron y el ruido de los carros y sus bocinotas y los colmados con la música a todo lo que da.

Y allí estaba también mi mayor disgusto. La parte que más repudio del barrio también estaba allí: la basura amontonada por la eternidad en las aceras, con un hedor contundente y las cloacas siempre rebosantes de aguas negras, que en realidad eran verdes y que parecían ser la imagen corporativa del barrio.

Los juegos de dominó en las esquinas y las bancas de lotería que entonces eran clandestinas, que eran de lotería y caraquita a la vez y que a veces estaban instaladas en los aposentos de humildes casas.

A pesar de los números que dan en la prensa los tipos que saben de números, al barrio parece que llegan menos remesas cada vez. A pesar de que hay más televisores y lavadoras, el barrio se sigue degradando. Su gente no disfruta las bondades de una calle limpia y súper asfaltada y con adoquines como las del nuevo barrio chino. La gente del barrio no tiene muchas alternativas: Ir a trabajar a la tienda en un horario doble para cuadrar el sueldo, jugar la loto, la lotería, la quieniela palé, los fracatanes, al pintintin, a la baraja o al bingo, para ver si cambia la suerte. Quienes logran mejorar un poco económicamente, simplemente se mudan a otro lugar.

Y me imagino qué pasaría con la escuela del barrio, con su hospital, con sus lugares de diversión, con su parque y su destacamento policial si las políticas sociales se equipararan con los grandes discursos y cómo esto influiría en la gente. Gente a la que veo hace veinte años luchar contra lo mismo. Muchos se superan luchando a uñas y dientes contra un sistema que los aisla y les niega oportunidades dignas, mientras les estruja en la cara LandRovers de tres millones de pesos.

Veinte años más tarde miro al barrio y me resulta igual. Es el mismo.
Lo que pudo empeorar empeoró y lo que pudo mejorar se quedó igual.