martes, 26 de agosto de 2008

El Barrio


A veces me gusta llamarle “downtown” para mis adentros. Y sonrío. Para algunos, los que se fueron a otras urbes o se movieron de sector amén de sus lujosas jeepetas y gracias a las remesas, seguirá siendo el barrio. Solo el barrio, sin pretenciones, sin adulaciones.

Sin importar cómo le llamen, hoy experimenté el barrio a medias. Pero por lo menos lo experimenté. Hubiera querido experimentarlo como antes, cuando me era fácil mezclarme con la gente y el ruido y hablar de cualquier cosa con los vagos de siempre, jugar dominó y tomar de la botella. Era un rito poco habitual pero frecuente. Hoy algo ha cambiado en mí, que me hace ser un extraño.

Entre temor y desconfianza y motivado por las escasas monedas en mis bolsillos me aventuré a pie por las venas de uno de los sectores capitalinos más vibrante y auténtico: la parte que comprende la frontera entre Villa María y el Barrio Mejoramiento Social, para terminar en Villa Francisca.

Entre el bullicio de la tarde y el benébolo clima que se ha tornado fresco y agradable debido a nubes lluviosas que cubren el cielo, inicié esta aventura en la calle Duarte arriba, como le llaman a esta parte. Cerca del otrora glorioso Liceo Juan Pablo Duarte. Con mi propósito de ir siempre hacia el sur, primero tomé la calle Osvaldo Basil, luego la José Martí y por ella atravesé la Federico Velázquez, la Juan Evangelista Jiménez, la Manuela Diez y luego la doctor Betances hasta quedarme sin calles. Allí sentí el corazón acelerarse, pues tenía que optar por devolverme, o tomar un camino tipo sendero, como los que recorría cuando estaba de vacaciones en el campo. Mi otra alternativa era preguntar cómo llegar hasta la avenida México, la cual seguramente se encontraba a escasos metros según mis instintos de orientación, a alguno de los parroquianos que miraban con cierto recelo a este extraño que invadía su territorio.

La mejor opción para alguien que prefiere aventurarse, pero que goza de escasos momentos para hacerlo, fue por supuesto seguir aquel sendero: callejones, edificios solitarios y al final una enorme pared con vejas que dividían la magnánima avenida México de los osados peatones, siempre dispuestos a arriesgar la vida sin inmutarse al cruzar calles y avenidas por lugares inapropiados.

Como en mi cabeza galopaba la idea de experimentar lo inusual sin llegar a hacer parkour, ni mucho menos, llegué a la avenida México, dando un salto de más o menos 10 metros hacia abajo, evadiendo caminar más de la cuenta y cruzar por la calle Duarte como lo hubiera hecho cualquier otro día. Pero no hoy, claro que no. Fue emocionante saltar por la altura y por aquello de “lo prohibido sabe distinto”.

Fue entonces cuando empecé a pensar en la parte del barrio que había recorrido y que ahora debaja atrás mientras me internaba en San Miguel en ruta hacia la zona colonial. Rememoré todas las cosas que casi había olvidado.

Hace veinte años que atravesaba María Auxiliadora, Bameso, Villa María, El Luperón, Villas Agrícolas. A veces me detenía donde mis amigos Roberto y Amauris en el 24 de Abril y Simón Bolivar respectivamente. Otras veces recorría las calles de Villa Francisca, San Carlos, San Miguel y San Lázaro en ruta hacia las casas de mis amigos Humberto, Robert, Orlando y Miguel Ángel. Rutas de a pie. Rutas inolvidables.

Aunque parezca increíble estos recorridos eran parte del enlace entre Villa Mella y María Auxiliadora, mis dos destinos finales. Mi casa y mi otra casa: ITESA.

En estos trayectos el barrio siempre me impresionó. Siempre me sentía parte de todo aquello. De la gente. El barrio siempre lleno de carencias y de virtudes. El barrio con sus necesidades, su falta de agua, la maraña de alambres de electricidad, la falta eterna de la misma, los galones de agua apiñados en una especie de fila, amontonados, esperando a ser llenados por unas llaves de agua que a veces sólo tenían telarañas. El colmado, los pantalones cortos de niñas explosivas, las cervezas, el ron y el ruido de los carros y sus bocinotas y los colmados con la música a todo lo que da.

Y allí estaba también mi mayor disgusto. La parte que más repudio del barrio también estaba allí: la basura amontonada por la eternidad en las aceras, con un hedor contundente y las cloacas siempre rebosantes de aguas negras, que en realidad eran verdes y que parecían ser la imagen corporativa del barrio.

Los juegos de dominó en las esquinas y las bancas de lotería que entonces eran clandestinas, que eran de lotería y caraquita a la vez y que a veces estaban instaladas en los aposentos de humildes casas.

A pesar de los números que dan en la prensa los tipos que saben de números, al barrio parece que llegan menos remesas cada vez. A pesar de que hay más televisores y lavadoras, el barrio se sigue degradando. Su gente no disfruta las bondades de una calle limpia y súper asfaltada y con adoquines como las del nuevo barrio chino. La gente del barrio no tiene muchas alternativas: Ir a trabajar a la tienda en un horario doble para cuadrar el sueldo, jugar la loto, la lotería, la quieniela palé, los fracatanes, al pintintin, a la baraja o al bingo, para ver si cambia la suerte. Quienes logran mejorar un poco económicamente, simplemente se mudan a otro lugar.

Y me imagino qué pasaría con la escuela del barrio, con su hospital, con sus lugares de diversión, con su parque y su destacamento policial si las políticas sociales se equipararan con los grandes discursos y cómo esto influiría en la gente. Gente a la que veo hace veinte años luchar contra lo mismo. Muchos se superan luchando a uñas y dientes contra un sistema que los aisla y les niega oportunidades dignas, mientras les estruja en la cara LandRovers de tres millones de pesos.

Veinte años más tarde miro al barrio y me resulta igual. Es el mismo.
Lo que pudo empeorar empeoró y lo que pudo mejorar se quedó igual.